1984: rebelión en la granja

Era un luminoso día frío de abril y los relojes marcaban las trece. Winston Smith, con la barbilla hundida en el pecho en el esfuerzo por escaparse del viento abominable, se deslizó rápidamente entre las puertas de cristal del edificio Victoria, aunque no lo bastante aprisa para evitar que un remolino de polvo áspero entrase con él. El recibidor olía a col hervida y viejas alfombrillas de trapo. En uno de sus extremos se había sujetado con chinchetas un cartel, demasiado grande para exhibirlo en un interior. Representaba una cara sencilla y enorme, de más de un metro de ancho: la cara de un hombre de unos cuarenta y cinco años, con tupido bigote negro y facciones hermosas y robustas. Winston se dirigió hacia las escaleras. Era inútil intentar usar el elevador, hasta en las mejores épocas rara vez funcionaba y en ese momento habían cortado la corriente eléctrica durante las horas diurnas. Era parte del impulso económico de preparación para la Semana del Odio. Su apartamento estaba siete pisos más arriba y Winston, que tenía treinta y nueve años y una úlcera varicosa en el tobillo derecho, subió despacio, descansando varias veces por el camino. En cada rellano, frente de la caja del elevador, el cartel de la cara enorme miraba desde la pared. Era una de esas imágenes tan elaboradas que los ojos le siguen a uno cuando se mueve. EL GRAN HERMANO TE OBSERVA, decía el pie de la foto.