Abro de nuevo el libro de los recién nacidos sonrientes, y mientras vuelvo a echar un vistazo a esos pequeños monstruos me pongo a rumiar. No llego muy lejos. Porque se mire por donde se mire la cosa se las trae y no puedo hacer absolutamente una mierda para cambiarlo. El hijoputa ha desaparecido de mi vida, me ha dejado colgada aquí con una barriga tan grande que ya ni consigo verme los pies, con las tetas y los tobillos hinchados y esa pinta torpona de las mujeres en el séptimo mes de embarazo.
Él se las ha pirado y yo me he quedado tirada en esta ciudad, con el bochorno y los drogadictos que yacen desplomados a la puerta de las lavanderías, con los mendigos y los vagabundos que se suben al metro y desgranan sus miserias a los pasajeros porque han descubierto que si cuentan su vida los parisinos sueltan algo de calderilla.