Nathwell Tate, pintor abstracto, alcohólico y desventurado, se arrojó a las gélidas aguas neoyorquinas en enero de 1960. Nunca apareció su cadáver y apenas se hallarían algunos restos de su trabajo (dieciocho exactamente), pues él mismo se había tomado la molestia de destruirlo poco antes morir. Muchos años después, un variopinto grupo compuesto por David Bowie, Gore Vidal, William Boyd y John Richardson (biógrafo de Picasso) convocó una fiesta de homenaje en la casa de Jeff Koons. Allí se leyeron fragmentos de este libro a la crema cultural de Manhattan, la cual, según cuentan las crónicas, recordaba vagamente al inolvidable artista, apreció el formidable mérito de sus residuos y se sintió hondamente impresionada por su trágico destino.
Ocurría, sin embargo, que aquellos cuadros tan festejados actuaban como perfectos trampantojos y que la auténtica creación era e, guateque. También la delicada biografía que ahora se publica en castellano. ¿Una impostura para delatar las milongas que abundan en el juicio estético? ¿Una denuncia de las sublimes boberías dichas o escritas por tantos exquisitos? Tal vez, pero no del todo o no de una forma tan obvia. Una obra titulada Puente n9 114 fue adjudicado por la nada despreciable suma de nueve mil y pico euros. ¿Dónde está la irrealidad?
Por lo pronto en el realismo pérfido de un ensayo que miente pero no engaña. ¿Ficción biográfica? Más bien radiográfica cuando nos devuelve la imagen intestina de una sandez furiosamente moderna.